“Cuando un hombre llora no pierde hombría. Muestra sensibilidad”.
Y la sensibilidad debilita. Pero da otras fuerzas.
Existe en Buenos Aires, y en varias ciudades argentinas, una institución muy particular que tiene un fin estrictamente humanitario: “La Casa de la Empleada”. Fue creada por uno de esos sacerdotes que hacen de su función, un apostolado: Monseñor Miguel de Andrea.
Había nacido a fines del siglo XIX en una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires: Navarro, en julio de 1877. Monseñor de Andrea provenía de un hogar muy modesto. Un detalle anecdótico: tenía de joven una aptitud notable como futbolista.
Se cuenta que en una ocasión jugaba un partido muy importante el seleccionado de su ciudad Navarro, que él con sus 17 años ya integraba. El rival era el equipo de la ciudad de Lincoln. Los ganadores tendrían como recompensa una semana de paseo en la Capital Federal. Este premio, el de un viaje, es muy común en los torneos en distintas provincias argentinas.
Este futuro sacerdote, que era el mejor jugador de su equipo y el goleador, una especie de Messi, en su pueblo esperaba ansiosamente ese partido decisivo contra la representación de Lincoln, como ya expresé. El match se jugaría repito en esta última ciudad.
A los cinco minutos de comenzado el mismo, en una acción involuntaria –disputando el control de la pelota- de Andrea lesionó levemente a un rival en una rodilla. Su contrincante tuvo que retirarse del partido. Entonces, Miguel de Andrea –futuro Monseñor de Andrea- con sus tiernos 17 años tomó una resolución que a todos pareció absurda, pero que definía cabalmente su condición humana.
Decidió retirarse del partido y acompañar a su rival lesionado, hasta su casa. Sus compañeros trataron de disuadirlo, pero todo fue en vano. Él se sentía adversario, sí, pero leal. Y el adversario leal siempre tiene algo de amigo. Estaba ya delineado el futuro hombre de bien.
Después, hizo la carrera sacerdotal, que culminó en Roma con sólo 22 años, caso inusual en esa época. Y por supuesto se alejó del fútbol. Esta anécdota del partido con Lincoln, quizá banal, considero que pinta mejor que cualquier adjetivo la cristalina personalidad de Monseñor de Andrea.
Pero tenía muchas otras facetas. Por ejemplo, su mejor amigo era un joven socialista muy alejado de todo lo religioso. Prácticamente ateo. Pero los unía, un denominador común: La integridad moral, el sentido del deber, la sensibilidad hacia el prójimo. Ese joven amigo del sacerdote se llamó Alfredo L. Palacios.
De Andrea fue también un brillante orador. Su sinceridad, su convicción, su amenidad ejemplar eran como un imán para el auditorio. Y siempre afloraba su vocación por los problemas sociales. Los huérfanos, los desposeídos, los obreros eran su constante preocupación.
Creó varias instituciones de bien público además de la Casa de la Empleada. Solía visitar hospitales para reconfortar a los internados, especialmente a los de mayor gravedad. Decía, quizá con otras palabras que la mentira que alienta vale más que la verdad que desalienta.
Y mentía sí –sobre todo a los moribundos- de los que conseguía extraer una sonrisa de fe, de esperanza en la curación. ¡Es que hay mentiras más nobles que verdades!.
Soportó, por su autenticidad y sus valores morales, numerosas críticas, e incluso la cárcel, en alguna ocasión, por alguna circunstancia política.
Un día 23 de junio de 1960, diez días antes de cumplir 83 años, moría este insigne sacerdote argentino. Y así como hay hombres que nacen para crear dolor, hay hombres que nacen para mitigarlo. Y éste fue el papel para el que nació y vivió Monseñor Miguel de Andrea. Su lucha pura, noble y desinteresada inspiró en mí este aforismo.
“Luchar por el bien no es luchar. Es dar…”