“Las mayores rebeldías las protagonizaron hombres piadosos”.
Y un hombre, simultáneamente piadoso y rebelde, fue un indio llamado José Gabriel Condorcanqui, que pasó a la Historia con el seudónimo de “Tupac Amaru”.
Había nacido en marzo de 1740 y murió un 18 de mayo de 1781. Como todo hombre superior, fue muy discutido. Para muchos encarnó lo humano, lo noble, el verdadero idealismo. Para otros fue ambicioso, un ególatra. Pero lo que nadie podrá negarle, es que a fines del siglo XVIII, treinta años antes de la Revolución de Mayo, un 4 de noviembre de 1780, comenzó el movimiento de rebelión más grande en la Historia Colonial de América hasta ese momento.
Tupac luchó contra la feroz injusticia a que estaban sometidos sus hermanos indígenas, buscando para ellos un trato más humanitario. Era descendiente de un Inca, llamado precisamente, Tupac Amaru. Era un ferviente católico, circunstancia nada común, en los indios de su época. Estudió en la escuela para caciques de Cuzco, Perú.
Se casó a los 20 años con una muchacha de 16 años: Micaela Bastidas, una de esas mujeres “especiales” que parecen destinadas a los hombres elegidos. Cuando egresó de la escuela para caciques, él ya sabía -lo que era también excepcional para un indio de su época- leer y escribir correctamente.
En 1770 –tenía 30 años- comenzó a preparar la Gran Rebelión, impulsado por la arbitrariedad de los conquistadores.
Diez años después, sintió maduro el germen. España, dueña de la tierra, estaba además en guerra con Inglaterra en ese momento, lo que debilitaba su posición.
Arriaga, representante del Rey de España con el título de Corregidor, era un déspota, tan cruel como arbitrario.
Mediante una celada, Tupac Amaru y sus hombres lo apresaron, en una ruta montañosa, un 4 de noviembre de 1780. Una semana después lo ahorcaron. Ya no podría haber, camino de retorno. Dos días después, llegó su primer triunfo militar.
Estaba cerca de Cuzco, la residencia de las autoridades. Pero se tomó un tiempo.
Esta decisión sería fatal. Los españoles la aprovecharon para rearmarse.
Cinco meses después, fue derrotado, e incluso capturado con su esposa y su hijo.
Sin duda, jugó un rol en su rebeldía, su nostalgia del antiguo esplendor incaico y su rechazo íntimo al dominio de una potencia extranjera. Porque Tupac Amaru podía ceder, pero no podía cederse. Claro, que la dignidad tiene un precio. Pero hay muchos hombres dispuestos a pagarlo.
Y llegó un 18 de mayo 1781. El cacique tenia 41 años. Se iba a proceder a su ejecución. Los hombres burdos, que lo habían condenado, crearon torturas refinadas. Lo obligaron a presenciar primero la muerte de su hijo mayor, y luego la de Micaela, su mujer.
Colocaron a Tupac Amarú, en el suelo y ataron sus manos y pies a 4 lazos, asidos cada uno de estos a la montura de 4 caballos. La intención era descuartizarlo.
Fracasado este cruel sistema por su inesperada fortaleza física, el verdugo cortó su cabeza. Pero lo que no pudo cortar, fue la sed de justicia, que culminó sólo meses más tarde, con el indulto a los rebeldes, menos de 30 años después, con la Revolución de Mayo.
Y un aforismo para Tupac Amaru y para su integridad moral.
“La injusticia puede vencer a la justicia en cien batallas. Pero siempre perderá la última”.