La multitudes tienen ojos oídos y boca. Pero no pueden ver, oír ni hablar.
Ahora que renació la esperanza de la selección Argentina en el Mundial Rusia 2018, viene a mi mente una anécdota. Tiene día hora. ¿Hora?: las 19 hs. ¿fecha?: 29 de junio de 1986.
Quien les habla, había sido contratado por una productora de la ciudad de Tucumán, para grabar varios programas de una emisora radial de aquella ciudad y para un canal de televisión.
Era un domingo. Hacía media hora que había finalizado en México, un partido de fútbol entre los seleccionados de Alemania y Argentina. ¡ARGENTINA CAMPEON DEL MUNDO!!!. Para los argentinos, todo era felicidad, una especie de ceguera que se multiplicó en nuestra gente. Quien podría juzgar otro por sus sentimientos?. Acaso la felicidad no es todo aquello que sentimos como felicidad?. O alguien podría decirnos que la pasión no es felicidad?.
El equipo argentino había vencido, en un vibrante encuentro y se consagró campeón mundial contra Alemania por 3 goles contra 2. La dureza del partido, se vio en la cantidad de tarjetas amarillas: 6 en total, cuatro para Argentina y dos para los rivales.
Los argentinos nos sentíamos contentos, obviamente. Un orgullo legítimo, llenó el corazón de millones de personas en todos los rincones de nuestro país.
Los nombres de Maradona, Valdano, Burruchaga, Héctor Enrique, estaban en los labios de todos. Se había como desatado una pasión.
Una pasión sana, entendible, relacionada con la satisfacción que brindan los triunfos deportivos y más aún si son a nivel internacional.
Pero hubo mucho de negativo en el episodio que me tocó presenciar en Tucumán.
Había terminado de grabar un programa de televisión, cuando vi a cientos de jóvenes y algunos no tan jóvenes, que avanzaban cantando y gritando. Esto sucedía en una de las calles principales de la ciudad de Tucumán.
Los cánticos se iban tiñendo de algunas expresiones groseras, totalmente innecesarias para una jornada festiva. Porque “la pasión es abierta. Pero el fanatismo, que suele estar cerca de la pasión, es siempre cerrado”.
Y de las palabras fuera de lugar, se pasó a los hechos fuera de lugar.
Algunos jóvenes portaban piedras y palos. Otros, una especie de cachiporras y con esas armas comenzaron a dañar vehículos estacionados, abollándoles puertas y guardabarros. Y rompiendo ventanas y parabrisas.
El frenesí de la turba festejaba esa “hazaña” absurda de causar daño sin motivo. Porque la maldad sin objetivo, es la mayor maldad y la turba no tiene opiniones. Tiene impulsos.
Pero falta lo peor. Presencié azorado, como un grupo de 20 ó 30 personas –una ínfima minoría, comenzaron a empujar y a golpear a la gente que los contemplaba desde el borde de las veredas. Es decir, el daño por el daño mismo. Es que el fanático es un ciego. Aunque tenga buena vista.
Recuerdo que me empezó a invadir una enorme tristeza, por la imposibilidad de hacer algo. Y por no poder comprender como la alegría y la pasión podrían derivar en violencia.
Esa agresión gratuita, me paralizó. Porque la ley del más fuerte es la negación de la ley.
Y de ese episodio surgió en mi mente este aforismo
“Quien necesita agredir, necesita curarse”.