“Triunfo y derrota suelen estar cerca. Y a veces… juntos”.
He querido dedicar esta columna a un pujilista, que supo que la cumbre está muy cerca del precipicio y que en los caminos sinuosos, lo normal es extraviarse.
La fecha tiene origen en nuestro país, por recordarse la “pelea del siglo” (Firpo-Dempsey). Se trata de José María Gatica.
Imaginemos un gran estadio de box, con capacidad para 70.000 personas.
En el centro del mismo un ring con sus poderosas luces encendidas a pleno.
Lugar: Nueva York. Fecha: enero de 1951.
Dos grados bajo cero en el invierno americano.
Trepaba ágilmente las escalerillas, un hombre de tez muy morena y facciones duras, con numerosas cicatrices. Se llamaba Ike Williams, era norteamericano y campeón mundial de peso liviano.
Dos minutos después subia otro hombre.
Este tenia la expresión sonriente. ¿Seguridad en si mismo? ¿Inconsciencia?. Pronto lo sabremos.
Era de tez blanca. Aparentaba una grana fortaleza física. Era argentino. Se llamaba José María Gatica. Era de la Provincia de San Luis.
Millones de compatriotas estaban pendientes de esa pelea a través de la radio en la voz vibrante de Fioravanti.
De cualquier manera el resultado deportivo, es hoy lo que menos importa.
La lucha duró exactamente dos minutos. Gatica yacía desmoronado.
Su sonrisa se habia trastocado en una mueca. ¿Dolor?, ¿rabia?, ¿impotencia?, ¿desilusión?, ¡quién pudiera saberlo!.
Se dijeron muchas cosas sobre el porque de ese resultado tan adverso. Preparación deficiente, menoscabo al rival.
Pero creo cabalmente, que este derrumbe venia de mucho más atrás.
Surgió -considero- de una infancia miserable en su Villa Mercedes (San Luis), de su casi analfabetismo, de sus amigos ocasionales y aprovechados de su bajo coeficiente mental.
Gatica había llegado diez años antes con varios hermanos y su madre a Buenos Aires.
Huían de la pobreza provinciana. Se insertaron en la pobreza de la gran Capital.
Le consiguieron un oficio modesto y triste: lustrabotas.
Trabajó con su cajoncito en la estación Constitución primero y en un bar de la calle Paseo Colón después. Pero este último lugar marcaría su destino.
A pocas cuadras, habia una modesta peluquería, y un pequeño gimnasio de box, en la calle San Juan al 200, en la que trabaja un peluquero nacido en Albania, Lázaro Kossi, que gusta del box y organiza festivales de este deporte.
Gatica tiene sólo 14 años. Kossi lo convence de sus aptitudes, que sin duda son reales. Y comienza a pelear. Por el café con leche, por $ 5, por un par de zapatos.
Y Gatica gana. Gana siempre. El primer paso ya está dado.
Va teniendo la hasta entonces desconocida sensación de ser alguien.
Hasta recibe aplausos, ¿él, recibir aplausos?, ¿él que sólo conoce insultos, incomprensión, palabras duras, desprecio?.
Va avanzando deportivamente y de víctima se va transformando en triunfador. Las víctimas van siendo sus rivales.
Empieza a comprender que de una infancia triste, no siempre resulta una vida triste.
En 1944 gana un campeonato argentino para amateurs.
En 1945 parte hacia Perú para representar al país.
Se consagra ¡Campeón Latinoamericano!. Tiene 20 años.
Se hace profesional.
Durante tres o cuatro años caen bajo sus puños mortíferos, Alfredo Prada, su eterno rival y muchos otros, argentinos y extranjeros.
Y llega la fama y la fortuna. Pero, “aunque éstas no cambian al hombre, lo muestran”.
Y aparece un José María Gatica de ropa extravagante, de autos sofisticados.
Sus noches se hacen interminables. Se casa con una bonita rubia, acomodadora del circo Shangri-La.
Se separa rápidamente. Está enceguecido por el lujo, las mujeres, el ruido.
“Porque quien nunca vio un río, supone mar al primero que ve”. Y los vicios son como mares, pero sin orillas…
“En el éxito ya está mostrando su fracaso…”
Después la derrota que antes mencioné ante Ike Williams en EE. UU. y el regreso.
Pero ya es otro boxeador. Y otro hombre…
Pelea nuevamente con Prada y pierde por K.O..
Hace todavía algunas peleas más. Y en 1957 –tiene 32 años- en un espectáculo tipo circense frente a Karadagian, se lesionó los meniscos. Imprudentemente
Se quita el yeso antes de tiempo.
Caminará con una ostensible renguera el resto de su vida.
Vienen juntos el anonimato y el ocaso definitivo. Y el silencio. “Porque las caídas más estrepitosas, siempre suceden en silencio”.
Y empieza a entender algunas cosas. “Porque se necesita carecer de todo para valorar todo.”
Y llega noviembre de 1963. Tiene 38 años.
Cerca de la cancha de Independiente en la que los domingos vende muñequitos, cae al querer ascender a un colectivo.
“Y quien vivió en la multitud, muere en la soledad…”
Y finalizo con una brevísima anécdota, que lo muestra “de adentro”.
Siendo él mismo ya un desposeído, casi un mendigo, una noche de frío, vio dormir a un anciano en el banco de una plaza. Se sacó su sobretodo –regalo de un familiar- y cubrió con él, el cuerpo aterido del anciano.
Este gesto lo define mucho más gráficamente que sus vicios, sus errores, o su vanidad.
Porque muestra una generosidad con sus iguales y un sentimiento que su pueblo en sus funerales, demostró comprender, elevándolo para siempre, a la categoría de ídolo.
Y José María Gatica, para quien tan duro fue subir la cuesta, como duro le resultó bajarla y que demostró con su ejemplo que no hay bien definitivo, pero que hay mal definitivo, trae a mi mente un aforismo:
“Triunfo y derrota suelen estar cerca. Y a veces, juntos…”